Vuelvo a tomarle la mano. Será un buen día, un día espléndido. Un día mágico. No puedo evitar sonreír.

La miré, allí, apoyada contra la pared del salón donde se desarrollaba el baile de Navidad del instituto. Aquel vaporoso vestido azul enmarcaba su pálida y tentadora piel blanca. Sus ojos, brillantes y entrecerrados, desprendían el miedo y la amenaza, garantizando una muerte dolorosa a cualquiera que se le acercara y la invitara a bailar. No podía leer su mente, como sucedía con los demás, pero la expresión de su rostro parecía hablar por sí sola. Todos aquellos que habían pensado en pedirle un baile se habían arrepentido al ver aquella mirada amenazante.
Sin embargo, yo no temía a la muerte, ni a nada que pasara por su cabeza, y la luz de sus ojos me tenía completamente hechizado.

Comencé a caminar entre la multitud, hasta llegar frente a ella. Sus ojos se encontraron con los míos y, pronto, toda la amenaza en ellos se volvió una reservada curiosidad. Sonreí lentamente, mientras tendía mi mano hacia ella. El frío día de inverno y las fuertes nevadas en el exterior suponían un beneficio para mí y para el contacto entre nuestras pieles.

—¿Bailas? —pregunté, sin romper el contacto visual.

Vacilante, la tomó, permitiéndome llevarla a la improvisada pista de baile.

Nos movimos al compás de la música, en una lenta danza frente a los curiosos y sorprendidos ojos del alumnado. Su fragancia generaba aquella quemazón en mi garganta, incitándome a inclinarme sobre su cuello; pero algo dentro de mi pecho me lo impedía. Me sentía patético y débil, pero increíblemente completo.
Y no me importaban las diferencias, ni siquiera lo absurdo de toda la situación. Seguiría bailando con ella, incluso hasta el amanecer. Podría quedarme allí hasta la mañana, tan sólo por escuchar aquellas palabras de sus rosados labios.

Por escucharla decir que ella también me amaba.

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