Mis relaciones afectivas siempre fueron así: difíciles de concretar (y hasta imposibles) y dotadas de una obsesión incandescente. Una obsesión que me consume, que me mata, que me hiere y que aún así defiendo. Porque llegué a pensar que amor sin sufrimiento no era amor. Y el ya no me ofrecía ningún tipo de riesgo, ningún sufrimiento. Además, él vivía en Avellaneda y yo a más de 60 kilómetros. No podía ser, era imposible. Y por supuesto: no lo conocía. ¿Era imposible, dije?
Era perfecto.
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